Dom, 07/11/2010 - 05:00
Por Luis Jaime Cisneros
La lectura es una experiencia que nos depara la lengua escrita. No representa nuestro primer contacto con el lenguaje. Ese contacto primero se da con la lengua oral, que es la lengua de la casa, de la familia, que nos permite tomar contacto con las cosas y con el mundo: la fruta, el pan, la ropa, el agua, la leche, los padres y los hermanos. La lengua escrita es el fruto del contacto escolar. Nos enfrenta al mundo antiguo: los griegos, los árabes. Con la lengua escrita, aprendemos a leer. Comprendemos su valor cuando llevamos varios años leyendo textos diversos. La escuela nos ofreció modelos diversos de lectura: unos libros nos dieron noticia sobre la botánica, otros nos explicaron qué era la geometría, otros nos acostumbraron a discernir los usos artísticos del lenguaje, y aprendimos a reconocer textos en prosa y textos en verso. En la biografía de muchos de nosotros suelen aparecer muchos días amables o desagradables de lecturas incomprendidas.
Antes de continuar, quiero llamar la atención sobre una situación de la que hemos sido involuntarios protagonistas. En algún momento hemos oído esta pregunta: “¿Qué me quieres decir con eso?”. Lo repito: “¿Qué me quieres decir con eso?” Acudimos a esta expresión cuando reconocemos que lo que hemos oído no representa esencialmente el pensamiento de nuestro interlocutor. Pensamos (reconocemos) que hay algo oculto, y nos preocupa averiguarlo. Esta experiencia nos pone en condiciones de experimentar nuestra relación con la lectura. Leer es el fruto de comprender un texto. Es decir, aprovechar y beneficiarme con su contenido. No leemos letras ni palabras manifiestas. Leemos contenidos que vinculan palabras con situaciones determinadas. Leemos, en consecuencia, lo que nos quieren decir, la intención del emisor. Lo que hacemos, en el ejercicio de la lectura, es revivir (reconstruir) la verdadera intención comunicativa del autor.
Recurro (y es manía de docente) a un breve ejemplo, que nos ayude a profundizar la reflexión. Se trata de un texto archiconocido. Se trata de un fragmento de las Coplas que Jorge Manrique escribió a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar, que es el morir// Allí van los señoríos/ derechos se acabar e consumir// Allí los ríos caudales/ los medianos e los chicos/ E allegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ e los ricos”.
Estamos en el siglo XV. Lo que dice aparentemente el texto (lo que leen nuestros ojos fisiológicos) es eso: los ríos, la muerte, el mar. Manrique no habla de la muerte, sino del morir. Lo que, en el fondo dice el texto, la alegoría a la que recurre Manrique, es una típica reflexión cristiana de la hora medieval. Todo lo que en la vida nos divide en jerarquías y nos da fama resulta circunstancial y efímero. La muerte es la igualadora de honras y riquezas. Los ricos y los trabajadores manuales son idénticos. El destino de todos y cada cual es morir. La muerte los iguala. Mientras los ríos conservan su fisonomía tienen nombre propio, pero no podemos distinguir esas aguas cuando desemboca el río en el mar. Como en la vida.
¿Qué conclusión puede ofrecernos el ejemplo? Hemos puesto de relieve los mecanismos de expresión merced a los cuales garantizamos nuestra autonomía expresiva. La lengua sirve para expresar nuestra intimidad, y la lectura nos sirve para reavivar esa expresión. La lectura es una actividad inteligente que nos permite ahondar en los textos para reanimar el sentido profundo que los anima. Cada vez que leemos estamos dando vida a la voluntad de comunicación de un hablante. Por eso la lectura nos permite actualizar el pasado: cuando leemos el Quijote, lo que revivimos no son las letras con que hace más de 400 años Cervantes escribió su obra, sino las ideas y los sentimientos que animaron a Cervantes. Y cuando al leer un texto, nos sentimos espiritualmente reanimados, convocados a reflexión, reconocemos que leer es una actividad relacionada con el alimento espiritual.
¿Por qué nos enriquece la lectura? Porque fortalece nuestra capacidad de comprender los textos. Quizás muchos de nosotros hemos pasado por esta experiencia. Leo por primera vez el Quijote, y veo y leo muchas cosas. Cuando lo leo por segunda vez, me suelo extrañar porque, en mi primera lectura, no he visto lo que me revela la segunda. Y si lo leo por tercera vez, tropiezo con situaciones similares. Es que nunca mi situación (y mi condición) de lector ha sido la misma. Las lecturas siguientes se hacen sobre la base de lo asimilado en las lecturas previas. Si eso ocurre, debemos felicitarnos. Eso anuncia que somos competentes. Saber leer significa saber penetrar en los textos.
...solo si leemos...podremos tener el mundo en nuestras manos...
ResponderEliminarLa lectura enriquece nuestra capacidad de entender y comprender los textos, cuando más leemos más capaces seremos de interpretar lo que el emisor desea comunicarnos.
ResponderEliminarEl buen hábito de leer no sólo enriquece nuestro léxico y conocimientos sino que nos hace testigos de la historia, religión, cultura, ciencia y todos los temas interesantes que nos harán crecer como personas.